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martes, 7 de febrero de 2012

Bambi y el Cazador

El cervatillo estaba oculto entre los arbustos, tan bien camuflado que ni el humano más experimentado en el arte de la caza hubiera podido detectarlo: los humanos no entendían la naturaleza tan bien como el resto de los animales.

Pero él sí podía verlo, porque ni era humano, ni era un cazador. Era El Cazador. Sus sentidos estaban más desarrollados, su cuerpo era más fuerte y su paciencia, mayor. Ese adorable animalillo de patitas de alambre y pelaje rojizo no podía esconderse de él. Nada podía esconderse de él.

Lo miró con atención. Apenas tendría unos meses. Aún carente de cuernos y tan pequeño como era, se encogía sobre sí mismo y temblaba, aterrado. Sabía que había peligro cerca. Y sabía que era un peligro del que no podía huir.

El Cazador rió. El cervatillo estaba aterrorizado, cosa que era realmente irónica: El que se asustaba era él, al que no tenía intención de dañar y sin embargo, la inocente excursionista que caminaba por el bosque junto a su novio, hermano o lo que fuera, que era la que debería haber echado a correr, mostraba una radiante sonrisa en la cara.

Humanos... pensó, despectivo. Humanos. Esas inocentes criaturitas estúpidas e hipócritas demasiado confiadas en su supuesta inteligencia como para darse cuenta de que había algo más allá de lo que ellos consideraban "lógico y razonable". Por eso, ni la muchacha ni su acompañante intuían lo que se avecinaba, a diferencia del cervatillo: Porque no era ni lógico ni razonable.

Dejó a Bambi a un lado y observó a la chica. Una joven de estatura normal, delgada, con la cabeza pequeña y el rostro ovalado, labios carnosos, nariz larga, ojos verdes y cabellera rubia, recogida en dos coletas caídas, una con gomilla negra y la otra con una roja, a juego con su vestimenta: un top negro con un apetitoso escote, y unos pantalones blancos, con dos rallas rojas en cada pernera.

Una sonrisa que amedrentaría al más fiero león deformó el rostro del Cazador. Se preguntó si el chico sería lo bastante idiota como para intentar defender a la chica. Se preguntó si huiría lo más lejos posible y deseó que fuera así, porque no le apetecía ensuciarse más de lo necesario sólo por su capricho de comer a deshora.

Antes de saltar sobre la chica y de concentrarse sólo en arrancar los pedazos de su carne, sin prestar atención a sus gritos agónicos ni a la sangre que le manchaba la cara, se preguntó también si ese chico sería lo suficiente ingenuo como para pensar que alguien creería que, mientras paseaba por el bosque, un monstruo de largos dientes afilados y ojos rojos sin pupila se había comido viva a su compañera, a bocados, delante de sus narices.


Nadia A.S

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